El rey Saúl fue técnicamente el primer rey de Israel. Llegó al poder después de un período sangriento y tumultuoso en la historia de Israel, cuando el pueblo estaba gobernado por varios jefes tribales llamados “jueces”. Podemos encontrar un relato de este período en el libro de Jueces, que relata la progresiva corrupción moral de los israelitas y sus líderes tras la muerte de Josué. Sin un gobierno centralizado y tras doscientos años de líderes mediocres, este fue un período de revueltas políticas y sociales. El pueblo israelita buscaba un salvador que pusiera fin a la lucha que había empañado el panorama de su nación durante generaciones. Necesitaban un rey, pero ¿de qué tipo?
Este tipo de crisis de liderazgo resulta familiar en la historia pasada y actual. Israel quería un buen líder, uno que no fuera corrupto y fuera íntegro. Sin embargo, había otras influencias culturales en juego, y las intenciones de los israelitas no eran completamente puras cuando pidieron un rey. La historia dice así:
“Entonces se reunieron todos los ancianos de Israel y fueron a Samuel en Ramá, y le dijeron: ‘Mira, has envejecido y tus hijos no andan en tus caminos. Ahora pues, danos un rey para que nos juzgue, como todas las naciones’”.
Esto debería preocuparnos, porque Israel ya tenía un rey, llamado Yahweh (recuerda Éxodo 15). Él estaba tratando de enseñar a los israelitas cómo diferenciarse de las otras naciones para convertirse en una bendición para esas mismas naciones. Pero las presiones culturales para tener un líder igual que los cananeos resultaron ser más poderosas. Sus corazones no estaban alineados con Yahweh, así que él honró su petición.
La advertencia de Samuel
Y el Señor dijo a Samuel: ‘Escucha la voz del pueblo en cuanto a todo lo que te digan, pues no te han desechado a ti, sino que me han desechado a Mí para que Yo no sea rey sobre ellos… Ahora pues, oye su voz. Sin embargo, les advertirás solemnemente y les harás saber el proceder del rey que reinará sobre ellos’”.
A continuación, Samuel lanza una famosa advertencia al pueblo israelita (1 Samuel 8:11-22), concediéndoles lo que deseaban.
Saúl no fue un gran rey, ni siquiera un buen hombre. Tenía muchos defectos. Toda la primera mitad del primer libro de Samuel se dedica a estudiar su carácter y sus fracasos. Al leer el libro de Samuel, es posible que a veces te sientas propenso a criticar o juzgar a Saúl; probablemente también sientas lástima por él en algunos momentos. Pero no te apresures y sé honesto contigo mismo. Si tienes la mente abierta, te darás cuenta de que probablemente tienes más en común con Saúl de lo que te gustaría admitir. El objetivo de explorar los fracasos de Saúl es advertirnos para que no repitamos sus errores.
El primer libro de Samuel ofrece una serie de viñetas, algunas aparentemente pequeñas y otras grandes, que examinan los errores de Saúl (véase 1 Samuel 13-15). Quizá te preguntes si el hecho de que Dios sea demasiado duro con Saúl es solo una estrategia intencional del narrador para generar compasión. Pues sí. Quiere que sintamos lástima por él, para que empecemos a vernos reflejados en él y aprendamos la lección a través de él.
En esencia, el defecto de carácter principal de Saúl es la autoexaltación y el autoengaño. Él cree que sabe más que los demás, incluso que Dios. La mayor tragedia es que ni siquiera es consciente de ello. La historia muestra que no se da cuenta en absoluto de su arrogancia y siempre cree que tiene la razón.
Saúl no pega una
A medida que avanza la historia de Saúl, los errores se hacen mayores y las consecuencias son más graves. De alguna manera, nunca es capaz de reconocer lo que ha hecho mal cuando se lo muestran. Por ejemplo, en 1 Samuel 13, se le dijo que esperara a Samuel antes de ofrecer sacrificios a Dios e iniciar una batalla con los filisteos. Sin embargo, no hizo caso y siguió impertérrito su camino con impaciencia. Aunque Saúl finalmente gana la batalla, lo hace en sus propios términos en lugar de los de Dios, un punto que parece no comprender nunca.
Su falta de autoconocimiento es aún mayor en 1 Samuel 15, donde Dios ordena a Saúl que vaya a luchar contra los amalecitas (esta nación intentó aniquilar a los israelitas mucho tiempo atrás cuando acababan de escapar de Egipto, véase Éxodo 17:8-15). Se le dieron instrucciones claras: debía derrotar a los amalecitas por completo. Sin embargo, Saúl no cumplió del todo y permitió que los soldados saquearan el botín, a pesar de que había recibido instrucciones explícitas de no permitir que esto sucediera. Cuando Samuel lo confronta, Saúl hace una especie de confesión, pero cambia el sentido de las cosas: “... el pueblo perdonó lo mejor de las ovejas y de los bueyes, para sacrificar al Señor tu Dios…” (1 Samuel 15:15). Justifica su terquedad como una forma de obediencia, pero no puede ver que eso es lo que está haciendo. Entonces, Samuel lo llama a rendir cuentas:
“¿Por qué, pues, no obedeciste la voz del Señor, sino que te lanzaste sobre el botín e hiciste lo malo ante los ojos del Señor?”.
Saúl sigue sin ver su error:
“Yo obedecí la voz del Señor, y fui en la misión a la cual el Señor me envió… Pero el pueblo tomó del botín ovejas y bueyes”.
Aquí Saúl está culpando a otros para quitarse de encima a Samuel. Pero Samuel ya ha aguantado bastante: “¿Se complace el Señor tanto en holocaustos y sacrificios como en la obediencia a la voz del Señor? Entiende, el obedecer es mejor que un sacrificio…” (1 Samuel 15:22). Recién en este punto, Saúl logra ver su error, y por lo tanto reconoce su comportamiento con una confesión:
“He pecado. En verdad he quebrantado el mandamiento del Señor y tus palabras, porque temí al pueblo y escuché su voz”.
Es realmente difícil saber cuán genuino puede ser el arrepentimiento de Saúl. Es evasivo y tiene la costumbre de decir lo que sea necesario para salir del apuro. En tan solo unos momentos, nos revela una de sus motivaciones para mostrar remordimiento:
Entonces Saúl dijo: “He pecado, pero te ruego que me honres ahora delante de los ancianos de mi pueblo y delante de Israel y que regreses conmigo para que yo adore al Señor tu Dios”.
Mira dentro de tu propio corazón
Los fracasos de Saúl pueden tener un impacto real en nosotros, si estamos dispuestos a dejar que la historia se convierta en un espejo de nuestra propia mente y corazón.
Saúl valoraba la opinión del pueblo por encima de la sabiduría de Dios. Temía a las personas cuando debería haber temido a Dios. Además, a la luz de la corrección, seguía preocupándose únicamente por una cosa: su propia reputación y honor. Saúl minimiza constantemente el papel que desempeña en las malas decisiones que toma. Sigue culpando a otras personas como si fueran responsables de sus errores.
El resto de 1 Samuel relata el posterior declive de Saúl hacia la decadencia moral y espiritual. Su caída contrasta fuertemente con el ascenso de David a un rol de influencia. Al final del día, Saúl depositó su verdadera confianza en sí mismo, en su plan y en las opiniones que otros tenían de él. Cuando es confrontado por este pecado, su respuesta deja mucho que desear. En realidad, nunca cambia y persevera en estos comportamientos hasta el final, mientras sigue el camino del egocentrismo y el orgullo. Vemos un gran contraste con David, que se caracteriza en estos mismos capítulos por ser radicalmente obediente y confiar en Yahweh, lo que finalmente lo lleva a ascender como rey y solidifica su linaje.
Estos dos personajes nos brindan la oportunidad de reflexionar sobre nosotros mismos para que podamos encontrar los puntos ciegos en los que nuestro orgullo puede estar haciéndonos perder el juicio. Justificamos nuestras malas decisiones e intentamos negociar con Dios. Dejamos que nuestro río cultural nos arrastre. Todo esto obliga al lector a preguntarse si somos similares a Saúl o diferentes. ¿De qué manera elevamos las opiniones de otras personas por encima de la sabiduría y el amor de Dios? ¿De qué manera culpamos a otros para evitar asumir realmente nuestras fallas?
La desaparición de Saúl es una lección poderosa, pero como todas las historias trágicas, tiene un propósito redentor. Es una advertencia para que no repitamos sus errores. Nuestros defectos de carácter más profundos no tienen por qué definirnos ni ser el final de la historia, no cuando se trata del Dios revelado en Jesús. A diferencia de Saúl, Jesús fue un Rey de Israel que nunca falló, sino que tomó sobre sí las consecuencias del fracaso de los demás. A diferencia de Saúl, Jesús nunca se acobardó ante el lado oscuro de la humanidad. Más bien, se enfrentó directamente a él con su amor y pasión porque sabía que el poder de Dios podía vencer nuestro mal y crear algo nuevo. Lo que Saúl necesitaba, y lo que realmente necesitamos, es un corazón y una mente nuevos que no necesiten defenderse ni justificar el fracaso y el egoísmo. Lo que necesitamos es lo que David oró después de su mayor error: